La semana pasada estuve a punto de hacer algo que pudo cambiarlo todo.
Era por la mañana temprano y hacía mi rutina de calistenia antes del trabajo. Llevaba un mes centrándome en este deporte, aprendiendo y haciendo buenos progresos. Se me da mejor de lo que esperaba y me siento muy animado.
Pero aquella mañana tenía un nudo en el pecho que no me dejaba respirar. Cuando iba por la segunda o tercera serie de dominadas casi notaba lágrimas en los ojos; no de las que molan - las que te salen cuando levantas un peso que parecía imposible - sino de las que duelen. Y digo casi porque estaba tan hundido que no podía llorar.
No sé cómo terminé el ejercicio, y cuando bajé de la barra sentí que descendía hasta el subsuelo. Estaba mal. Para ser sincero, estaba en la mierda. Y es cuando pude haber tomado aquella decisión. Porque os juro que me faltó nada para agarrar mi mochila, subirme a la bici y largarme del parque.
No sabía ni cómo llegar al final del día, ¿cómo pretendía entrenar? Me parecía impensable. Estaba derrotado, roto. En aquel momento todos los progresos que había hecho me parecían despreciables. Aquellas primeras buenas semanas de calistenia eran una ilusión, suerte, ingenuidad. Es fácil progresar cuando te sientes estable y en paz. Aquella mañana, en cambio, era vacío y postración.
Pero me quedé en el parque y terminé el entrenamiento. Que me aspen si sé de dónde saqué la fuerza. No quería estar allí ni cumplir con la rutina. Quería meterme en un agujero, debajo de la cama o en el fondo de un pantano. Cualquier cosa menos enfrentarme a la vida. Pero seguí haciendo calistenia. Me sentí como una mierda hasta el último minuto, pero hice todos los ejercicios que tenía en mi cuaderno.
Uno de los peores entrenos que recuerdo, pero un entreno hecho.
Pude haber tomado una decisión de las que lo cambian todo: haberme largado de allí. Quizá desayunar un par de donuts para calmar la ansiedad; total, el día ya estaba arruinado. Me hubiera hundido en el lodo y pensado que es imposible, que a quién quiero engañar. Tal vez en un momento dado me diría que seguiría cuando me animara un poco, pero seguiría empujando ese “día siguiente” cada vez más lejos hasta convertirlo en nunca.
En cambio, hice la rutina. No sé cómo, aunque sí que me empujó la inercia que he acumulado en todo este tiempo. Cada entrenamiento ha forjado en mi interior esta suerte de golem que ni yo sabía que existía, pero que me salvó el día cuando más lo necesitaba.
Y después de todo, ¿qué era lo que me hundía? No importa en absoluto, y eso es lo relevante. Porque tarde o temprano la vida se pone en medio. Sea que te echen del trabajo, que se muera tu gato o que tu chica se vaya con otro. Algo viene, siempre. Y hay que cerrar los ojos, invocar al golem y continuar.
Para sobrevivir hoy, sí, pero también por cada uno de los momentos bajos que vendrán mañana.